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RÉQUIEM POR UN HOMBRE BUENO

RÉQUIEM POR UN HOMBRE BUENO

La muerte nunca es oportuna para el ego, por muy preparado que uno crea estar para abordarla.

Hay tantas programaciones de miedo incrustadas en nuestro subconsciente, que la respuesta automática siempre es de rechazo a la misma.

Ver morir a un padre no es fácil, pese a desear fervientemente acabe cuanto antes su sufrimiento. La contradicción radica en esta dualidad rechazo-anhelo; sufrimiento-liberación.

Mi padre, Santiago Limonche Castillejos, nació un domingo uno de julio de mil novecientos veintitrés en Villanueva de los Infantes y falleció en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid el día siete de marzo, miércoles, a las siete y media de la mañana aproximadamente.

Catorce días de agonía, respiración agitada, inhalando oxigeno desesperadamente y sin bajar su temperatura corporal de treinta y ocho, aprisionado el cuerpo frágil y menudo en una cama antiescaras.

Eran las siete y media de la mañana; acababa de comentarle a mi hermano Santi que mi padre seguro aguantaba hasta el domingo. Tras una noche en vela y dos semanas de hospital los dos estábamos extremadamente cansados. Vete, le dije, mientras espero a que llegue Pepe, nuestro hermano pequeño, que nos releve. No tiene sentido que estemos aquí los dos esperando el final angustiados.

Tan seguro estaba de que mi padre iba a durar unos días más que por teléfono pedí a mi hermana Mari o Pilar, como otros la llaman, que se fuese a trabajar; no vengas, le dije… Me falló la intuición, a pesar de que en mi fuero interno siempre he sabido que mi padre iba a ser oportuno y discreto en su adiós

Justo cuando Santi iba a recoger el abrigo para irse, de reojo  observé como mi padre súbitamente dejaba de luchar y sin más se marchaba. Algo increíble que revivo una y otra vez intentando recordar los detalles. Fue como si le succionaran de arriba y le cortasen el cordón de la vida.

En apenas unos segundos el traje de su cuerpo quedó rígido, blanquísimo el rostro y la boca abierta. Sobre la cama los restos de una de las personas más admirables y honradas, a la que más he querido y quiero.

Desde que en mil novecientos setenta y dos mi padre decidiese venir a Madrid pensando en el futuro de sus hijos, jamás dejó de soñar con el regreso. Cuarenta años, cuarentena de Jesús en el desierto, sin adaptarse a una ciudad que desde el primer momento le causó una profunda depresión; y no porque Madrid le fuese o haya sido ingrata, muy al contrario, sino porque en realidad su conciencia nunca llegó a abandonar Infantes del todo.

Pepillo, la Pava; los recuerdos de La Jarilla, la finca en la que estuvo de mayordomo; los amigos, las tardes de cangrejos, las chuletillas en la huerta, la proximidad de sus hermanas...todo le circundaba y era nube en la que en ocasiones residía.

En su interior siempre habitó el niño educado y respetuoso, que aguardaba el abrazo paterno: padre quebrado por la guerra civil. No sé de qué bando fueron los que se lo llevaban; pero cuando lo iban a fusilar, en un arrebato de lucidez, a mi abuelo decidieron perdonarle la vida "pero si este hombre es una buena persona", vete, le dijeron.

Paradojas, la vida le fue tan sólo pospuesta unos días, poco después fallecía de la impresión que la proximidad de la propia muerte le había ocasionado.

Con doce años mi padre se convertía en el hombre de la familia y en días largos de sol a las espaldas llevaba su carro de Villanueva de la Fuente a Villanueva de los Infantes con mercancía de la ferretería familiar: horas polvorientas y eternas sabiendo que ya no habría sonrisa ni agrado al que acogerse.

Me comentaba que su padre poco antes de morir había abierto los brazos como en señal de bienvenida a quienes aparentemente salían a recibirlo. Iba nombrándolos a todos y abrazaba el aire.

Su propia partida, que yo imaginaba similar, no ha sido así; quizás las bolsas de morfina y de suero se lo puedan haber impedido, manteniéndole cautivo hasta el último momento.

Si que tuvo algún destello de reconocimiento; hubo más de una sonrisa inesperada en su rostro y miradas de asombro.

Mi padre ha sido un buen hombre toda su vida, nada apegado a nada y seguramente ingenuo hasta en las pocas malicias que se haya permitido.

Pero en esta historia también hay una heroína, mi hermana Mari. El amor que ha dedicado a mi padre probablemente sólo lo sepa el cielo. En especial de unos tres años a esta parte, cuando una mala caída y una insuficiencia respiratoria tuvieron a mi padre al borde de la muerte, la vida de mi hermana ha estado centrada en él y en mi madre.

En realidad mi padre nos ha regalado tres años.

Somos una familia unida, a la que mi padre en un último esfuerzo ha conseguido unir aún más.

Apenas si comunicamos a los familiares y amigos más allegados la noticia del fallecimiento; no obstante, en el Tanatorio de San Isidro, donde permaneció el cuerpo hasta el momento en el que fuese al destino definitivo en Villanueva de los Infantes, pasaron por el velatorio del orden de doscientas personas.

El día del funeral quise despedir a mi padre con el poema Llama de Amor Viva, de San Juan de la Cruz. Pero yo mismo fui incapaz de entenderme. La energía del poema es tan hermosa y la emoción que sentía en esos momentos tan fuerte, que no pudo ser. Me permito reproducirlo de nuevo.

Quiero finalizar este obituario con el testimonio de las cosas que he aprendido en la experiencia de mi vida como ofrenda a mi padre: debo de esforzarme en la atención de al menos tres asignaturas fundamentales: emoción, conciencia y propósito.

Emociones para integrar miedo y amor en una sola cosa, no huyendo de la sombra, sino abrazándola; conciencia para abordar honrada y coherentemente pensamiento, palabra, acción y sentimiento en una misma línea, y propósito para saberme eslabón de esta cadena que soy como ser humano multimanifestado.

Sea lo que sea que se haga por interés, esperando recompensa por ello, la vida te lo devuelve con intereses, en ocasiones a un tanto por ciento muy elevado. En mi ánimo, en el de mi madre, hermanos, hermana, familia y amigos el mayor interés en que haya un sentimiento de paz, sosiego como emanación que la memoria de mi padre nos ha dejado en herencia.

Vaya esto por ti padre y por quienes reciban la caricia de San Juan, en palabras tan bien dichas que no puedo superar.

Llama de amor viva

 

¡Oh llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva

acaba ya si quieres,                          

¡rompe la tela de este dulce encuentro!

 

¡Oh cauterio süave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado

que a vida eterna sabe                        

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida has trocado.

 

¡Oh lámparas de fuego

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,           

que estaba oscuro y ciego,

con estraños primores

color y luz dan junto a su querido!

 

¡Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno                          

donde secretamente solo moras,

y en tu aspirar sabroso

de bien y gloria lleno,

 

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