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FRANCISCO Y EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO, 27 de septiembre 2020

FRANCISCO Y EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO, 27 de septiembre 2020

FRANCISCO Y EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
Una visión en tercera persona en los tiempos del covid
Francisco disfruta de los pequeños detalles de lo cotidiano: el sol del atardecer, un paseo por el parque, la conversación con un amigo o ir de la mano de su esposa como si fuesen novios. Esto ocasionalmente le aplaca los desasosiegos que de tanto en tanto le inducen algunos desagradables pensamientos.
La vida transcurre del túnel del parto al de la dimensión sin retorno. En el trayecto, si uno es observador, puede descubrir todo tipo de experiencias, desde la de quien cierra los ojos y disfruta sacando una mano por la ventanilla del alma, hasta la del que a todo se le hace angustia. En el primero de los casos, la brisa y el placer inmediatos conllevan al sosiego; en el segundo la existencia se transforma en miedo insoportable.
Francisco tiene muchos. Miedo a morir, miedo al propio miedo e incluso miedo a la vida misma.
Colabora con una ONG para la inserción sociolaboral de personas en riesgo de exclusión social.  Tan sólo este compromiso de voluntariado le aporta más de lo que él ocasionalmente pueda ofrecer. No obstante, de tanto en tanto le agita la impotencia de no ser capaz de ir más allá de consejos y experiencias inconclusas.
Tenemos las respiraciones contadas, se dice a sí mismo: ¡aprovéchalas! Claro, pero ¿cómo?, se responde al instante.
Una madrugada de verano, junio de dos mil dieciocho, despertó en mitad de un sueño que le llevó a una gran inquietud. Con una claridad tan perceptible como si estuviese en vigilia, se encontró de repente en un pasillo largo y oscuro. Un sudor repentino le inundó el rostro y un relámpago de vacío traspasaba su ser de pies a cabeza, al cerciorase de que había muerto. Gritó horrorizado. En las espaldas el peso del mundo y en el alma el hueco de la nada.! Dios mío he muerto sin enterarme ¡
Como quien se observa en una película, se percibió a sí mismo como el actor de pantalla en un cine de verano. La historia era la de un chico de unos nueve años, en sucesión de escenas de la vida diaria deslizándosele a velocidad de vértigo.
De manera inesperada se vio en la fragua de tío Luis, donde de niño se afanaba con el fuelle para mantener el fuego encendido.
El tío Luis era un artista y a él el fuego le fascinaba. Lenguas amarillas que pugnaban por expresarse en el lenguaje de las mariposas. Algunas parecían decirle hola; otras simplemente fluían y tornaban en figuras fantasmagóricas.
Se encontraba en su pueblo, Villanueva de los Infantes, pequeño universo en el que viera la luz primera y el único del que tenía noticia.
Luces macilentas de bombillas cada cincuenta metros, candiles en algún que otro portal; un carro cargado de melones y una acera polvorienta, en la que tumbarse al alcanzar la noche. El marco ideal. Boca arriba y maravillado por la oscuridad del cielo, se dejaba mecer entre volutas sutiles, preñadas las más de las veces de ensueños de estrellas.
Ya por aquella época la idea de la muerte le llevaba al profundo temor de lo que se desconoce y teme hasta el extremo.
Los miedos irrumpieron y quebraron su inocencia una tarde en la consulta del médico. Un chico de unos seis o siete años, que aguardaba turno junto a él, comenzó a temblar y echar espuma por la boca. Angustia, carreras; desesperación. Quedó petrificado, sin atreverse a mirar y sin poder reaccionar de forma alguna.
La muerte ajena le llegó sin previo aviso, hasta romperle lo que se tiene de frágil muy adentro.
Su madre despavorida salió de estampida con él de la mano apenas tuvo ocasión de hacerlo.
El pintor de vidas, que tiñe los tiempos, dibujó palidez repentina en los rostros de tan trágico cuadro. El doctor desbordado perfilaba contraste junto al semblante cetrino del niño arrebatado por un viento oscuro. Nada se pudo hacer, excepto gritos desgarradores e impotentes que le sacudieron el alma para siempre.
Hijo, le dijo su madre, ese niño ha muerto y todos podemos morir en cualquier momento. Hace años, en el verano de mil novecientos cincuenta y tres, tú mismo estuviste a punto de morir en una noche de mucho calor.
Contabas poco más de doce meses. Tenías afilada la nariz y morados los labios. El día anterior había fallecido un vecino dos casas más abajo. Les pedimos a los familiares las sillas tras su entierro. Tu funeral estaba dispuesto y hasta elegido el que iba a ser tu ataúd. Estabas muriendo deshidratado por un golpe de calor. El médico llegó a ponerte seis o siete bolsas de suero en la tripa. Cuando peor te encontrabas tú cara se puso como la de ese chico.
Cuando ya esperamos el último suspiro, pediste agua. Tu padre humedeció un pañuelo y te vertió unas gotas en los labios. Comenzaste a tomar color y volviste a la vida. Regresaste de la muerte.
¿La muerte? ¿Qué era la muerte si ni siquiera sabía qué era la vida?, madre, no lo entiendo.
La muerte, en su recién estrenada mente de niño, era la nada, un agujero negro y profundo de un lugar al que no se acierta siquiera a poner nombre.
La película continuaba en pantalla. De un cuadro a otro y todos a gran velocidad. Al poco se vio, cumplidos ya los catorce, paseando e imaginando dónde empezaba y acababa el cielo.
La perspectiva le resultaba tan hermosa como desconcertante. 
¿Cómo podía imaginar cosas tales? Si todo lo que veo, se decía, está dentro de una caja, habrá otra más grande en la que quepa la pequeña?. Así acumulaba más y más cajas hasta que la angustia le hacía desistir. ¿Por qué la muerte? ¿Cuán de grande es el cielo?, las preguntas le desbordaban.
Sumido en tales cavilaciones, del pasillo largo y oscuro fue deslizándose progresivamente hasta situarse en otro, que al poco le resultaba familiar. Se encontraba en el pasillo del colegio San Rafael, en la Universidad Laboral de Córdoba. Había comenzado sus estudios de formación profesional.
Retazos e imágenes relampagueantes de este primer contacto estudiantil, en septiembre de mil novecientos sesenta y seis.
Un tren especial cargado de chicos le recogía en Valdepeñas, ya de anochecido.
Horas de trayecto que se le hicieron de dulce de leche, chupando del bote de condensada que su madre le había dejado en la bolsa de los bocadillos.
El amanecer le recibía con labios pegajosos, descendiendo por el terraplén de las vías del tren, próximas a las instalaciones de la universidad laboral.
De resultas de aquel cuadro se descubrió en otro con zapatillas prietas, los dedos de los pies sangrando y el impulso de vencer un accidentado desnivel agarrado a una desvencijada maleta.
El gran patio central, flanqueado por seis grandes colegios, le impresionó.
Le asignaron una habitación, en un primer piso, compartida con siete u ocho chicos de su misma edad.
Uno, que luego sería su mejor amigo, le preguntó cómo se llamaba.
Yo, Francisco, y ¿tú?, José, respondió éste.
José se fue al otro lado del túnel sin haber cumplido los sesenta.
Colocar vuestras ropas en las taquillas, les dijeron. Comprobar que tenéis cosidos los números indicados a vuestros padres.
Cinco años en la universidad laboral de Córdoba. De los catorce a los diecinueve.
En esta etapa de preadolescente se enamoró de Dios y se enfadó consigo mismo. No acababa de entenderse ni entender, y algunos mensajes le confundían.
Masturbarse es un pecado grave y además se os caerán las manos, les advirtieron los dominicos.
Se mantuvo escrupuloso en no pecar, aun cuando la naturaleza se empeñaba en dibujarle sábanas de colores.
El amor a Dios le vendría de sentirle en lo profundo y del hábito, que nunca le abandonaría, de contemplarle en el infinito y hablar con él elevando al cielo la mirada.
Sufría por la lejanía de los suyos y de melancolía. Él era un niño de natural inquieto, permanentemente insatisfecho y Villanueva de los Infantes le quedaba muy lejos.
En su sentir se fue haciendo a la idea de que Dios le había enviado a la Tierra para experimentar el dolor.
Sin embargo, él era su hijo y por tanto un príncipe. No tenía por qué vivir aquello.
Padre, ya he aprendido, clamó en más de una ocasión, ven por mí. No lo soporto.
Y en esto le sorprendió el amor de una niña a los dieciséis.
Le vino tras un choque de sonrisas. Desde la primera mirada no pudo apartarla del corazón. Quedaría atrapado por eones en una nube de caramelo. Luego la vida trazaría en ambos surcos inesperados.
El sueño, la vida, el amor…
Los libros se le deslizaban como agua entre los dedos; la atención en el estudio conseguía mantenerle en alerta poco más allá de los tres minutos.
Francisco, baja ya de la nube, que estás en Babia, le advertían de cuando en cuando los educadores.
Y no era en Babia sino en la libertad de un algo indefinible donde pretendía continuar.
La vida era juego y alegría; embobarse deleitarse al contemplar el vuelo de las golondrinas, caminar por diversión, mirar al cielo, tener amigos y jugar o llorar si se terciaba, sin sentirse mal por ello.
La idea de la muerte por el contrario le llevaba a la agonía e impotencia de lo injusto; a no asimilar padecimientos, enrabietarse y sentir ganas de arrancar una a una las barbas del propio Dios.
Una furia desatada le explotó como una bomba. Comenzó a golpear la pared cercana. Sangre en los nudillos.
¡Dios mío, cuánto me pesa todo¡, exclamó. Una de sus sobrinas pareció escucharle.
Dile a Sagrario que la quiero, pidió. 
Su sobrina asintió. José, su amigo, y el niño de la consulta comenzaron a difuminársele.
Despertó; temblaba pese al calor de un verano sin tregua.
La mano derecha magullada y la sensación de haber vivido algo más que un sueño le mantuvo el resto de la noche en vigilia.
Ya de amanecida una imperceptible sacudida se apiadó de él. La mañana le daba respiro. Rezó un padrenuestro, inspiró con intensidad agradecida y se encomendó a su madre. Fuera el sonido de la vida regalaba sus oídos.

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