Blogia
limonche

Taller de sueños

Taller de sueños

TALLER DE SUEÑOS

Por

Francisco Limonche Valverde


Finales de junio y fin de curso. Unas treinta personas en el aula. Cuarta edición del taller de literatura de Rivas. Los coordinadores literarios han convenido en clausurar el seminario, invitando a un destacado juglar castellano. Un fabulador de relatos, portador de una ancestral tradición, transmitida de padres a hijos, cuya especial característica es la de que, leyendas y sucesos, acaecidos o inventados, ya en el entorno cercano, ya en los pueblos más próximos a donde se habite, se van desgranado, sin otro soporte, papel o pizarra, que los que aporta la memoria de quien, atentamente, en la memoria los va resguardando.

El narrador comienza hablando de su vida. Las palabras le brotan con la naturalidad del juglar avezado, que cautiva al escuchante, desde el sempiterno cuento improvisado de las mil y una noches. La vida del narrador es de cuento. Apenas esbozadas unas breves líneas y la música de sus fábulas nos induce al hechizo. No hay manera de sustraerse al imán de un relato compartido.

Me siento bien. El taller de literatura cumple en mí sus objetivos: pasión por lo escrito, belleza en lo creado, forma y fondo; sueños.

El narrador se desliza por historias de fantasía, de aparecidos, de fantasmas y de sombras en la madrugada. Habla de requiebros, de amores prohibidos, de extrañas luces, de siluetas recortadas bajo la luz de la luna. La voz se le quiebra un instante y la fuerza de su mente dibuja en las otras mentes, el color de unas palabras y la fragilidad de las historias hilvanadas, sin otro sustento que el capricho de quien poco a poco las va tejiendo.

Hace calor, pero a mí me llega la calidez de la lumbre de un hogar. Es un tiempo y un lugar que me resultan cómodos, donde todo transcurre en la venturosa placidez de los anhelos que tiene uno al enamorarse siendo niño.

Un joven tiene frente a sí a una dulce muchacha de trenzas de oro. Febrero de mil novecientos sesenta y ocho. La hermosa ciudad de Córdoba, en Andalucía, acoge el quebrar de mi despertar adolescente a la pasión primera. Una niña me sonríe. Quince años, como yo. Es tímida, pero su mirada es manantial y sosiego. Labios de granada, cuello de cisne, manos blancas. La descubro entre otras que también me gustan. Sin embargo, es la noche de su mirada la que invade aquellos párpados de mis otros tiempos. Tan dulce es el despertar al amor, que paralizado por no sentir ni siquiera me siento.

Una iglesia. No puedo precisar el lugar en la memoria. Quizás se encuentre al norte de la ciudad. La escena que recreo es la de un coro. Probablemente nos encontramos en la capilla del colegio donde la niña estudia. Yo lo hago en la Universidad Laboral de Córdoba y participo en los oficios religiosos universitarios, los domingos y festivos. En ocasiones, como esta, somos invitados a participar en lugares selectos y distinguidos. Es un coro de voces juveniles, de gran calidad y extremada perfección.

Esta vez da la impresión de ser un encuentro entre hijos de obreros y niñas ricas. En realidad no me importa lo que sea. Por no saber, tampoco sé que me estoy enamorando. Siento algo que hasta entonces no he sentido: el embrujo que dibuja el narrador, acontecimientos en los que uno se convierte en protagonista y pone color a la escena. Me parece flotar. Percibo la ingravidez y me contemplo desde lo alto. También río por todo y las canciones se me traban en la lengua, que me pesa y se me va paralizando. Que bonita la niña, mirándome desde el azabache de sus hermosos ojos negros. Me salen los besos de dentro. Dios mío ¡que no acabe la misa o que acabe pronto¡

La belleza es el primer amor. No hay nada que me haya hecho sentir nunca tan profundamente lo hermoso. Es romperse a lo sublime, a lo místico, a la vez que al vendaval al que te induce el amor que surge desde lo más adentro.

La voz del narrador prosigue. Estoy en dos lugares a un tiempo. Noches de León, de casas encantadas y sucesos inexplicables. No pierdo detalle. No obstante, la voz del narrador es sólo el marco en el que recreo el inicio de esta, mi efervescencia adolescente.

Acaba la misa. Nos permiten saludar a las niñas. Cada cual ha hecho su elección. Ella me ha elegido a mí. Yo a ella. Su sonrisa es el imán que nos atrapa:
- Hola – le digo.
- Hola – me responde, y su voz aún me resuena.

No sé qué más decirle. Río nervioso. Mi estómago se llena de mariposas. Tengo frío y calor. Ella me toma de una mano.

- ¿Cómo te llamas? – pregunta
- No sé...- respondo
- ¿No sabes como te llamas? – ríe
- Sí, sí... Quiero decir... Me llamo Paco – contesto sonrojado.
- Yo me llamo Elisa. Cantas muy bien – me dice, y ahora soy yo el que ríe. No sé cómo ha podido distinguir mi voz entre tantas otras del coro.
- ¿Cómo sabes que mi voz es bonita? – inquiero curioso, a la vez que un repentino flojear de piernas me hace trastabillar, dejándome casi sin aliento.
- Te estaba mirando – responde, aún sonriendo.

¿Cómo describir lo que experimento? El taller aún no ha dado con el capítulo que describa los sentimientos, del amor que trastoque lo poco de sereno que tenemos. La ingenuidad de unos niños, el frenesí volcánico de la adolescencia; la parálisis ante una mirada, el olor de la música que te nace en lo profundo y se desparrama por los cielos.

Elisa sigue mirándome. Yo no aparto un instante los ojos de ella. Me habla; le hablo. El tiempo se nos hace terriblemente corto. Apenas para intuir que nos amamos desde el principio de la vida. Ella no ceja en sus sonrisas. Yo no ceso en la frescura que procura el beber por vez primera de la miel de su caricia de terciopelo.

Me habla de sus padres; de sus caballos jerezanos, de su tata y de lo bien que se lo pasa durante el verano. Yo le hablo de las viñas de la Mancha; de cómo me gusta ir en bicicleta al Santuario de la Virgen de mi pueblo; de mis amigos y de lo mucho que me acuerdo de ellos; de las fiestas del verano. De la vendimia y de la uva en la mañana, cuando se va recogiendo. Luego le digo lo bien que me encuentro a su lado.

- Yo también me encuentro muy bien a tu lado – me dice ella, temblando.

Quiebra la magia la presencia del Padre Rebollo, que algo extraño intuye en aquellos dos niños que se acaban de conocer, y ya cogidos de la mano:

- Vamos. Ya habrá tiempo para todo – nos dice.

No resulta así. Todo el crédito del banco del tiempo lo consumimos una mañana de un domingo, lejano y certero. El amor primero sólo nos permaneció el espacio justo para saber que existíamos. Nunca más supe de ella. Elisa se marchó para siempre dejándome el corazón en cueros vivos y lleno de confusión. Todos los amores del camino desde entonces, han ido en busca de las huellas de aquel primer perfume, suave, bello y dolorido. ¿Elisa, dónde estás que tan lejos estás?

¿Cómo pude dejar que se me fuera, sin hacer nada por retenerla?. ¿No es la timidez la más terrible de las cobardías? Puedo decir que entonces era joven e inexperto, pero ella era mi amapola y trigo de aquellos mis primigenios campos abiertos. La llave liberadora de la cárcel de los recién descubiertos desvelos. Qué difíciles son de olvidar los amores primeros.

Una sombra irrumpe y se perfila junto al juglar. Él parece no percibirla. La sombra se alarga y se transforma en un rayo de luz. Ahora la distingo. Es ella, que no ha crecido y sigue como en aquellos lejanos días del recuerdo.

- Elisa, ¿eres tú? – le digo, sin apenas mover los labios

No responde. Sonríe y se eleva. La sigo. Me lleva a una casa. Lumbre junto al hogar. La voz del narrador se convierte en ese instante en lago cristalino. Tengo los ojos abiertos, pero por dentro me encuentro como en letargo. Sus palabras me transportan. Floto. Elisa me toma de nuevo de la mano:

- Yo también te he querido – me dice.

La casa es la que imagino de nuestro primer y único encuentro. Calidez, libros y ventanales que dan a un jardín donde retozan caballos jerezanos. Hay un estanque, pececillos de colores y árboles frutales.

El amor se me escapa por la boca. Así es el lugar que imagino con ella, al calor del contacto de su cuerpo:

- Perdona, debí buscarte. – le digo - Toda la vida has estado en mí. En las noches, en los desvelos, en los malos momentos. En esos instantes te imaginaba de niña; el perfume que exhalabas a tus quince años. A veces te me ibas haciendo mayor; otras permanecías como siempre, inalterable al paso del tiempo. Me he rebelado y me rebelo contra ello y contra el recuerdo. La vida te pone el amor y te lo quita sin darte respiro o fuerzas para iniciar otro vuelo.

Es extraño. Se han hecho las estrellas. Luce Venus en el firmamento. El aula se puebla de soles lejanos. Los rostros más próximos, se me van transfigurando: transparentes, envueltos en luz, se confunden en un extraño velo. Un meteorito lejano siembra un rastro de oro en el cielo. Apenas tengo tiempo de elevar el profundo deseo que me arde por dentro.

- Yo también te he tenido en mí. Imaginaba tu camino, las dificultades del niño al que se le hacía difícil la falta de cariño o una mano amiga en aquellos momentos – susurra y de nuevo me alarga la mano. Ese es el deseo que he pedido, que sus dedos me acaricien de nuevo.
- Tú fuiste quien me ofreció el cariño de la vez primera. Romper al amor sin manual de instrucciones fue muy duro para mí. Lo descubrí, tomándote por referencia – afirmo, y siento de ella al fin todo el calor que he estado esperando.
- No fui yo quien te dio ese amor, que ya lo llevabas tú dentro. Pero somos niños y a veces no crecemos. Tú me ves como en realidad soy, no como sea mi cuerpo – me comenta en murmullo. He de afinar el oído para entenderla y al tiempo percibo la calidez de su aliento.
- ¿Es que no eres real? – pregunto, y de repente comprendo que cuando me está sucediendo no tiene lógica y es muy extraño.
- Tanto como tú puedas serlo – responde seria, y su voz me lleva al estremecimiento.

Me reconcome lo sucedido; pero ahora es cuando realmente creo que merece la pena lo no vivido. Sin embargo, ¡quisiera preguntarle tantas cosas¡:
- ¿Cómo te ha ido la vida? – inquiero, presa de una ternura indescriptible, deleitándome en la contemplación de sus bellísimo rostro, temiendo se me vaya una vez más.
- Me ha ido como a ti. A veces en gozo; otras en angustia; las más en rutina – me dice.
- Tal vez todo nos hubiese sido distinto de haber recorrido un mismo camino – le digo.
- Pero no nos pertenecía el instante. Fue un regalo. Todo cuanto experimentamos, apenas nada, formaba parte del bagaje necesario. Nada nos es real, sino lo que vivimos. Añorar, suspirar por lo que pudo haber sido, nos evita a la belleza del destino. He sido feliz contigo; si tú reías, yo lo hacía contigo. En las noches, en el clarear de los sueños; donde se iba tejiendo la maraña de tus pensamientos, iba también, sin que tú lo supieras, yo creciendo. Has estado triste por ser feliz. Hubo ocasiones en las que hubiese deseado que te dieras la paz; otras en las que lo que me hubiera gustado es que materializaras tus pensamientos – me dice, a la vez que su carita se me va diluyendo.
- Elisa ¿no serás un sueño? – inquiero, casi voz en grito.
- Tan reales son los sueños, que un poeta escribió que la vida es sueño y los sueños, sueños son – comenta dejándome el rastro incierto de unas palabras que logro aferrar antes de que se las lleve el viento.
- No te me vayas de nuevo – suplico.
- Sigo en tus sueños – dice, y ya me desaparece por completo. Todo vuelve a la “normalidad”. El juglar prosigue en sus cuentos, A derecha e izquierda los rostros de quienes aún escuchan, permanecen atentos.

Taller de literatura; taller de sueños. A veces me haces más daño que si estuviera despierto.

Rivas a viernes 24 de agosto de 2001

0 comentarios