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MORIR, DORMIR; TAL VEZ SOÑAR, 24 de septiembre de 2020

                MORIR, DORMIR; TAL VEZ SOÑAR

 

FLV

 

Día siete de abril de dos mil veinte. Nueve de la mañana. Apoyada en el marco de la ventana Sagrario toma el sol. Esta noche he soñado que la había perdido y debía de dar cien mil pasos para encontrarla.

 

Huele a ozono; brillan verdes las hojas del álamo. Del jardín asciende el aroma de la hierba y un silencio sosegado parece inundarlo todo. Tengo la impresión de estar en otro lugar y vivir en otro tiempo. El mundo paralelo de los sueños hace posible vagar a voluntad y percibir con mayor grado de detalle cuanto uno pueda imaginar despierto. Llevo tiempo cuestionándome si el soñar sea la vida auténtica y la vigilia los sueños de los sueños. Desde tan privilegiada panorámica y con el convencimiento de ser el que me piensa, intuyo ser también el que me sueña mientras duermo.

 

En la noche que recién termina he transitado a conciencia por los cielos sin filtros. Desplegados a voluntad contemplo el brotar de increíbles puntos de inmaculada luz, semejantes a soles diamantinos. La belleza me estremece al tiempo que un profundo agradecimiento me inunda el pecho.

 

Antes de despertar; no podría precisar si en duérmela o estado alterado de la conciencia, hundido el colchón por el peso, adivino la presencia de seres que me resultan familiares y dicen algo que al despertar no recuerdo. Sagrario lleva rato despierta. No sé todavía si sea consciente de que hemos compartido un sueño.

 

Pretender resumir en unas líneas lo más relevante se me hace complicado. Tan natural soñar y tan difícil transcribirlo. ¿Cómo hacerlo desde la profunda experiencia de lo dual? Podría sintetizarlo desde la perspectiva de dos sentimientos opuestos: la alegría de saberme amado y la angustiosa tensión de ser incapaz de avanzar un milímetro, los pies congelados y la colcha en el suelo a raíz de las innumerables patadas propinadas por doquier. Estas vivencias aun palpables, me llevan a concluir que sea en el abandono y en las manos de Dios donde hallar solución a las situaciones más complicadas.

 

Para dar con el paradero de Sagrario hube de respirar y transformarme en una especie de personaje semejante al que interpreta el actor Patrick Swayze en la película, Ghost “más allá del amor”. En una fracción de segundo, me vi atravesando paredes y recorrí la ciudad a velocidad de vértigo. La ciudad y la calle eran las mismas; sin embargo, las cosas no se encontraban tal como las habíamos dejado; ni el coche donde antes estaba.

 

Desde un balcón una mujer a la que nadie parecía ver me dice que he dado diez mil pasos y son cien mil los que hay que de dar. Comienzo de nuevo, con la inquietud creciente de no saber adónde dirigirme. Cada movimiento es lento e interminable y hay lugares por los que no puedo pasar. Me veo en el dilema e impotencia de no avanzar y quedar encajado entre dos paredes. Paso de la alegría al llanto y de este a la desesperación por no entender cuanto sucede. Alguien me susurra la palabra “entrelazamiento”, propiedad de la que gozan las partículas elementales que han estado en algún momento unidas, para comunicarse de manera instantánea con independencia de la distancia, ya sea esta de aquí al infinito. Yo soy uno con Sagrario. ¿Dónde estás, cariño?, inquiero mentalmente. No hay respuesta; no obstante, veo como se proyecta un halo de luz al que decido seguir. Conduce a un túnel o pasillo por el que corro, sudo, y pataleo sin hallar rastro de persona alguna. A ambos lados del mismo líneas que se entrecruzan, casas de cristal, paralelas infinitas; estratos, reminiscencias de cuanto alguna vez imaginé o soñé expuestos sobre una gran pantalla.

 

Contemplo mi vida en perspectiva y creo escuchar en la lejanía el eco de una voz que me reclama. Tal vez sea la voz de Sagrario; no me da tiempo a saberlo porque despierto sobresaltado y empapado en sudor. De manera autómata y con la intención de distraer mis pensamientos enciendo la radio. La muerte en el dial, impúdica y natural retorna con crudeza al coronavirus de cada día y por un instante dejo de pensar e incluso de soñar. Es justo cuando me golpea el rayo de un pensamiento y me hace revivir el sueño de dos años atrás.

 

Mediados del mes de junio de dos mil dieciocho; no sabría precisar el día concreto. En la noche de Madrid el calor aprieta lo indecible. Trato de dormir. Pasadas varias horas sin lograrlo caigo rendido por la fatiga. Poco después despierto con la certeza de haber fallecido. Nadie pueda imaginar, al menos hasta tanto no lo experimente, que supone verse sin cuerpo, el peso inmenso del vacío doblándote la vida; sin sentir otra cosa salvo la carga de una gran mochila rellena de absurdo. Aporreo la pared con furia. Al principio no percibo dolor alguno, hasta que empapado en sudor y el corazón en un puño despierto con la mano derecha ensangrentada. Entiendo que hay un algo que enlaza ambos sueños. Tal vez morir; tal vez no; o tal vez el coronavirus convertirse por contra en el gran aliado que muestre el auténtico camino de la vida. William Shakespeare, lo anticipó hace siglos, y digo como él: Morir, dormir: dormir; tal vez soñar.

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