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EL YELMO Y LA NUBE, 29 de septiembre de 2020

EL YELMO Y LA NUBE, 29 de septiembre de 2020

EL YELMO Y LA NUBE
Resultaba difícil abstraerse ante tanta belleza. La nube acariciaba la cumbre del Yelmo envolviéndola como si de una gran lenteja iridiscente se tratara; fenómeno atmosférico que conforma el aire húmedo que asciende en vertical.
El lugar se halla entre los más visitados por gran número de escaladores y senderistas de la sierra de Guadarrama.
Su extraordinaria visión serenó nuestra marcha y nos mantuvo por unos instantes en intima comunión con el entorno.
El grupo lo constituíamos diecisiete personas jubiladas de ambos sexos. Doce elegimos ascender los riscos humedecidos; el resto optó por decantarse por una senda más suave, a la espera de coincidir todos a la hora de comer en el lugar previamente establecido.
El granito del Yelmo tiende a rosado y asemeja desde el sur la celada de un gigante, de mayor envergadura y más temible que aquellos que combatía con denuedo el inefable Don Quijote de la Mancha.
Al hidalgo le hubiera resultado complicado acceder a la cima, escarpada y resbaladiza. A nosotros también. Cualquiera que nos viera se hubiese echado las manos a la cabeza. En un par de ocasiones estuvimos a punto de volver sobre nuestros pasos. No lo hicimos. Dos batallaban en lo interno: el Sancho pragmático, que sólo veía grandes farallones de complicado ascenso y el de la triste figura, espada en mano dispuesto a combatir contra el sinfín de pensamientos que le asediaban.
Las únicas criaturas que subían sin esfuerzo alguno eran las cabras, aferradas a las laderas como si tuviesen ventosas.
Llegar a lo alto nos resultó fatigoso. Dimos sin embargo por bueno el esfuerzo. Postrados en la base del enorme granito los colores matizaban destellos semejantes a luces celestiales.
“¿Os imagináis que de repente bajasen unos extraterrestres?”, bromeé.
“Me encantaría. Sería la ocasión de pedirles lluvia suave y abundante; ríos y mares limpios, aire puro y paz en la Tierra”, dijo uno del grupo.
Su respuesta indujo en mí una extraña melancolía. Resulta evidente la sequedad y falta de brío de la vegetación estresada de la Sierra de Guadarrama.
Permanecimos en silencio. En aquel momento no éramos conscientes de la influencia que ejerce lo profundo en lugares sagrados.
En el grupo dominaba el arrojo y una cierta dosis de testosterona, pese a la evidencia entrópica del transcurrir de los años. Pese a ello el silencio de la paz acunó nuestros ánimos.
En algún instante un rayo de luz se deshilachó esparciendo diminutas estrellas. Sentí escalofríos y ganas de llorar. A nuestras espaldas Manzanares el Real y algunas de las edificaciones que mancillan el parque de la Pedriza.
La jara pringosa, el cantueso, el rosal silvestre y el romero perfumaban la tarde. El palpitar doliente de la Tierra sacudió tres veces mi pecho. Mentalmente supliqué en sentida oración: “por favor, hermanos del cosmos, ayudad a la madre Tierra”

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