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EN UNA NOCHE OSCURA, martes 6 de octubre de 2020

EN UNA NOCHE OSCURA (escrito hace más de un año)
Todo lo vivo en algún momento ha de morir. Todo lo ordenado en algún momento ha de perder su orden y no recuperarlo. La entropía se manifiesta tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitamente grande, ya en el fotón que transmuta en onda o corpúsculo, ya en la galaxia o en los universos que se expanden y evolucionan de lo denso a lo sutil.
De igual manera sucede con los cuerpos que nos contienen. Apenas se producen sus alumbramientos, estos comienzan a morir y disolverse en los pliegues del tiempo.
Surgimos de una probabilidad cercana al cero, cien mil óvulos potenciales como promedio y unos mil espermatozoides por segundo pugnan por encontrarse en la existencia de cada ser humano. Para que cualquiera de nosotros seamos nuestros padres han debido de elegirse entre cientos, tal vez miles de candidatos en encuentros que podrían tanto haber sucedido como no.
Esta circunstancia nos debe de hacer reflexionar sobre la increíble suerte de existir. Si lo hacemos desde una probabilidad cercana al cero, quizás deba de haber una buena razón para ello.
No obstante, la vida no surge de forma evidente. Aparentemente lo hace de manera fortuita y sin propósito.
El cuerpo emocional muta con cada experiencia; el mental adquiere información pensamiento a pensamiento; el físico se desmorona con la edad y el ánimo acumula mochila sobrecargada de fracturas emocionales, que dificultan la marcha.
El conocimiento no da la paz. Seguramente hace menos ingrata la ruta, pero no serena la búsqueda ni asegura el camino. La muerte es la última de las etapas. Morir no es lo que parece, dice un gran psicólogo clínico al que tengo aprecio. Hay una parte en la que coincido con él y otra en la que no le entiendo. Asumo que la experiencia clínica diaria aporte paz tanto a quienes comparten sus instantes finales, como a los expertos y delicados profesionales que los acompañan; sin embargo, el tránsito que se sepa se ha de hacer sólo y sin ensayo previo.
No hay asidero, salvo la confianza o la fe en una existencia distinta tras esta; no obstante, el hilo del que esta pende es tan frágil que cualquier viento súbito lo desgaja sin piedad.
Hay pocas certezas y demasiadas suposiciones. Certeza de que tenemos las respiraciones contadas y que tal vez no pensamos, sino que somos pensados: cultura, lugar, familia.
En ocasiones vivimos ensoñaciones de libertad o de albedrío: la infancia idealizada, la juventud y vigor de otros tiempos, que en realidad probablemente nunca han existido como tal. Apenas se profundiza más allá de lo aparente, se encuentra un niño atrapado que quiere expresarse, perdido en las moradas del laberinto.
Hay niños tan lastimados, que no intentan siquiera cruzar a la siguiente habitación. La timidez se torna así en cobardía y la vida en acto de supervivencia.
¿Se puede salir del interior de uno mismo? Probablemente haya quien lo consiga y retorne del otro lado para anunciarlo; pero quién lo va a creer de verdad?
El hijo del hombre lo hizo y proclamó su esperanza en un mundo nuevo. Junto a él un par de ladrones. Uno le insultaba; el otro le pedía “acuérdate de mí cuando entres en tu reino”.
Ese par de ladrones se hallan dentro de cada uno de nosotros; el ladrón malo lo conforman los pensamientos comunes, repetitivos y molestos; el ladrón bueno los sentimientos que enternecen conciencia y alma.
“En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” Esa es la tabla de salvación a la que me aferro; en especial cuando el dolor supera todos mis diques de contención.
Sufres por la Tierra, por el hijo desconectado; por la incapacidad que tienen los gobernantes de entenderse; por la incapacidad incluso de entendernos con los cercanos y por la contradicción permanente en la que transcurre la mayor parte de nuestra existencia.
El día de mañana será simétrico al de hoy a menos que hagas el heroico esfuerzo de desplazarte una milésima de tus pensamientos a derecha o izquierda.
Le gritas entonces a Dios de todas las formas en las que crees puede escucharte, aunque este nunca responde. Es un intangible que sientes en lo profundo del corazón y no tocas, ni oyes ni hueles ni acaricias.
A la tarde te examinarán en el amor, dice Juan de Yepes: aprende a amar y deja tu condición. ¿Cómo aprender a hacerlo, si la vida no te concede dos días seguidos de paz? Miles de pensamientos y pocos amables.
Es una encerrona; una matrix; un cerebro gigante enfermo el que nos gobierna. En la noche solitaria la oscuridad golpea con saña y el sueño recrea escenarios tan confusos que no existe luz suficiente para poder iluminarlos.
¿Quién nos ha encajado en esta escafandra carne prisión? ¿Es en verdad necesaria una escafandra para navegar por los océanos de la vida?
Quisiera rendirme y dejar de buscar. No tiene sentido. Llegas a un umbral imposible de traspasar. Nuestros sentidos apenas perciben la realidad más allá de una estrecha franja de supervivencia. Somos ciegos que creen ver, tanteando con bastón imaginario los pasos de cebra del alma.
¿Pero cómo rendirse si la inercia te lleva a seguir indagando?
La Tierra grita, las aguas se agitan y el clima desencadena sacudidas de tormento.
Hubo un tiempo en que ensoñaba el entendimiento y la concordia. Ahora aguardo impaciente otras esperanzas.
Me duele la Tierra, me duelen los anhelos y ni bosques ni espesuras se me ofrecen en serenidad suficiente como para enfocar un segundo la mirada y apreciar lo cierto de lo irreal.
La inmensa información disponible en las redes; el constante avance de la ciencia y las continuas distracciones del presente llegan a hacer mella en mi propósito de caminar sin ruido.
Dios está escondido y resulta complicado dar con él. Sé que al atardecer seré examinado en el amor. He procurado aplicarme en esto siguiendo a Juan de Yepes, a través de la ciencia, religión y la nada.
Concluyo con él que la nada es realmente la vía; pero al tiempo es noche oscura y vacío de espanto.
Una noche de verano soñé que había fallecido. El sueño era tan auténtico que aún siento escalofríos cuando lo recuerdo. Me vi caminando por un pasillo largo y oscuro. Había muerto en mitad de la noche. Sentí como me pesaba la vida y el vacío de lo vivido. Grité; comencé a golpear las paredes de un pasillo largo y oscuro. Desperté, los nudillos de la mano derecha ensangrentados y el corazón en tambor.
Si este fue sueño de nada, en amor me di a mí mismo por suspendido

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