Entre la incertidumbre y la esperanza, Jueves 27 de marzo 2025
Tres certezas evidentes marcan nuestra existencia: la inevitabilidad de la muerte, la vida con sentido y nuestra dependencia de recursos naturales y artificiales para sobrevivir, como el sol, la lluvia, la electricidad y el equilibrio de los reinos mineral, vegetal y animal. Estos recursos, sin embargo, enfrentan alteraciones cada vez más extremas, lo que nos obliga a anticipar cambios inminentes, no solo derivados del cambio climático, sino de múltiples factores interconectados.
La naturaleza nos recuerda constantemente nuestra fragilidad. Eventos como las tormentas solares —capaces de interrumpir suministros eléctricos— o catástrofes revelan nuestra vulnerabilidad. El Sol, fuente vital de energía, sigue un ciclo de actividad magnética de aproximadamente 11 años, visible en las manchas solares. Estas áreas, más frías que su entorno, coinciden con periodos de mayor irradiación solar, lo que puede influir en el clima terrestre. No obstante, fenómenos extremos, como eyecciones de masa coronal, podrían dañar redes eléctricas y satélites, aunque no representan un riesgo de extinción masiva. Un apagón global prolongado, incluso por semanas, sí que tendría consecuencias catastróficas: colapsaría sistemas médicos, el acceso a agua potable y la distribución de alimentos, con un potencial impacto en millones de vidas.
La existencia humana oscila entre lo sublime y lo adverso. Muchos se preguntan si la vida tiene un propósito ante el aparente sinsentido del sufrimiento. Físicos como Einstein demostraron que la materia y la energía son intercambiables (E=mc²), lo que sugiere una continuidad más allá de lo físico. Aunque nadie parece haber regresado de la muerte biológica, las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), reportadas por cerca del 20% de quienes sobreviven a paros cardíacos, revelan patrones comunes: una transformación espiritual y desapego material. Estas vivencias, sin embargo, no son necesarias para intuir que la vida trasciende cualquier interpretación racional. Somos efímeros en forma física, pero como parte de un flujo eterno o gotas de un océano cósmico.
Las crisis ambientales actuales son innegables. Incendios, sequías y la muerte de especies reflejan nuestra huella destructiva. En los últimos 50 años, las poblaciones de vertebrados han disminuido un 68% en promedio. Cada año sacrificamos más de 76.000 millones de animales para el consumo de su carne. Además, desde 1950, se han producido más de 8.300 millones de toneladas de plástico, gran parte contaminantes de ecosistemas acuáticos. La basura en los mares forma enormes islas de residuos, como la del Pacífico, que triplica el tamaño de Francia.
Esta degradación externa refleja un caos interno: mentes saturadas de información, con poco espacio para la reflexión auténtica. Sin embargo, la vida, según San Francisco de Asís, se reduce a lo esencial. «Necesito poco, y lo poco que necesito, lo necesito poco», dice. Un colapso global expondría la inutilidad de lo superfluo que acumulamos.
Ante la incertidumbre, la preparación interior es clave. San Juan de la Cruz enfatiza el amor como eje de la existencia. «Al atardecer de la vida, nos examinarán del amor». Amar exige autoconocimiento y desarrollo de nuestros dones. Reconocer que cada vida es una puntada del gran tejido de la humanidad, nos libera de la vanidad: nadie es más que otro, pero todos somos necesarios.
En este entramado de interdependencia, celebrar cada respiro y encuentro se vuelve un acto de resistencia. Cuidarnos y cuidar a los demás no es una opción, sino probablemente el cimiento de un futuro más inmediato. Por ello que nuestro legado sea un testimonio de que el amor, en todas sus manifestaciones, es lo único que justifica nuestra presencia en esta Tierra.
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