DE MADRID A SANTIAGO Y UNAS GAFAS PARA EL CAMINO, 18 de septiembre 2020
DE MADRID A SANTIAGO Y UNAS GAFAS PARA EL CAMINO
El veintiséis de marzo de dos mil ocho inicié un Camino de Santiago en compañía de dos amigos. Salimos de Madrid alrededor de las ocho de la mañana. Las tres primeras etapas las hicimos regresando en autobús a casa. Las diecinueve restantes, desde Segovia, lo fueron pernoctando en pensiones y hostales hasta llegar a nuestro destino.De entonces a hoy, veintidós de febrero de dos mil veinte, han transcurrido doce años.En dos mil ocho me encontraba en mitad de travesía de una larga noche oscura, manifestada en súbitos ataques de pánico y agorafobia. A nadie dije de esto, ni se me ocurrió pedir ayuda. Tampoco la solicité a mis compañeros de viaje. Quizás debiera de haberlo hecho. Desde el primer al último de mis pasos intenté adaptarme y sobrellevar los episodios de temor, que inevitablemente me invadían cada vez que me encontraba lejos de algún potencial lugar de ayuda.Cuando el pánico sobrepasaba mis diques de contención sentía que iba a morir; echaba en falta el aire y pensaba que el corazón acabaría estallándome sin remedio.Mis compañeros me veían entonces hacer cosas extrañas, como acelerar o retardar la marcha sin motivo, rascarme la cabeza tal que tuviese piojos o quitarme y ponerme las gafas infinidad de veces. En ocasiones esto me resultaba insuficiente y miraba sin descanso el móvil, aun a riesgo de descalabrarme, con el fin de mantener la cabeza ocupada y huir del descontrol al que me llevaba la cabeza.Una de las razones por la que quise hacer el camino en una situación anímica tan vulnerable, fue la de afrontar en compañía segura la ansiedad a la que me inevitablemente me conducen los espacios abiertos.Si en el horizonte atisbaba una casa, un tractor o cualquier otra cosa que creyese me garantizase una evacuación rápida, serenaba mis pasos y disfrutaba del paisaje.La primera etapa Madrid Colmenar Viejo discurrió en relativa tranquilidad. Fue en la segunda donde sufrí e hice sufrir a mis acompañantes el primero de los sustos.El tren de cercanías nos dejaba poco después de las siete y media en la estación de cercanías. Inmediatamente comenzamos a caminar sin detenernos salvo un fugaz instante en una ermita cercana.El peregrino experimentado sabe que la mochila no debe de exceder del diez por ciento de su peso corporal. La mía pesaba unos diez kilos siendo que mi constitución era de poco más de setenta.Llegamos exhaustos y sudorosos a Navacerrada; yo además temblando por el esfuerzo y el estrés. Paramos a comer en el restaurante Espinosa. Conocíamos a la dueña de algunas marchas clásicas por la Barranca.La comida en Espinosa es casera y recia. Nada más tomar asiento pedí una cerveza.Para comer mis compañeros optaron por un cocido, yo por una ensalada y una rodaja de merluza. Bebí agua muy fría. Apenas terminar de comer sentí que me mareaba. Me levanté sin decir nada y fui al baño a mojarme la cara. Salí dando trompicones y hube de apoyarme en una pared cercana. Todo me daba vueltas. Poco después perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba tumbado en el suelo con los pies en alto, bajo la atenta mirada de mis compañeros y la señora del bar.Sufrí un corte de digestión, que afortunadamente no llegó a mayores. Una vez más o menos repuesto, salimos de allí y uno de ellos se echó mi mochila al hombro, manteniéndose a mi lado hasta llegar a Madrid:- ¿Crees que te encuentras en condiciones de seguir?, preguntó.- Claro, respondí.Al día siguiente proseguimos desde Cercedilla, en lugar de hacerlo desde Navacerrada. Nuestra idea era llegar al Puerto de la Fuenfría cruzando las Dehesas. Poco a poco fuimos dejando las últimas viviendas habitadas. Esto imaginé me impediría la oportunidad de acogerme a socorro antes de llegar a Segovia, caso de sufrir otro desmayo o ataque de pánico descontrolado.Fue venirme este pensamiento y comenzar a sentir angustia. El tiempo y temperatura para el ascenso eran los ideales; no obstante algunas gotas de sudor comenzaron a deslizárseme hacia los ojos por el esfuerzo y el temor. El objetivo era no detenernos hasta alcanzar el puerto de la Fuenfría y tomar allí la manzana.Me volví a poner y quitar las gafas de sol. Hacía algo de niebla. Pese a mis sacudidas hubo un momento en el que sentí como la magia me atrapaba en la contemplación absorta de las volutas e hilachas de vapor que emitían las plantas; poco después jaras, helechos, enebros y retamas tanto me consolaban como me herían. Al poco me resultaba imposible distinguir nada y lo agradecí, dado que me evitó durante un buen rato la panorámica del bosque inmenso.Dos aliens trataban de imponerse; ninguno ganador: la dualidad se mantenía en constante lucha conmigo de único perdedor.Me quité las gafas, sosteniéndolas apenas de una patilla entremetida por el cuello de la sudadera.Resultaba fatigoso caminar y no parecía que hubiésemos acertado con la senda correcta. Anduvimos varios kilómetros hasta ser conscientes de habernos perdido y yo también mis gafas:- Por aquí no puede ser, dijo uno de ellos.Regresar al punto donde creímos haber perdido la pista no parecía una buena opción.- Deberíamos haber girado a la izquierda y lo hemos hecho a la derecha, comentó uno de ellos.Dimos la vuelta. Poco después tuvimos la suerte de encontrarnos con el coche de una agente forestal:- ¿Vamos bien a Santiago?, preguntamos.- ¿A Santiago?, repitió incrédula.- Claro, este es el camino de Madrid y hay señales que lo indican,Curiosamente el poste se encontraba a menos de cien metros, cercano a un gran apilamiento de pinos recién cortados.Los pinos silvestres de Valsain son únicos por sus características, a la par que un canto a la belleza bermeja y las alturas. Asemejan gigantes de brazos abiertos en cálida acogida, si bien ese día no lo aprecié con el sentimiento con el que lo experimento ahora, donde me impregna la liturgia sagrada de los bosques, al tiempo que me acojo a su protección cuando camino.El día dos de abril, sexta de las etapas, me sentí invadido de una gran tristeza que me llevó a plantearme abandonar. Por añadidura experimenté otro susto, tras una larga caminata de cincuenta kilómetros, gran parte de ellos por carretera.Llegó un momento en el que no di más de sí. Temblaba y me dejé caer intentando tomar aliento. Poco después todo comenzó a darme vueltas y hube de hacer un gran esfuerzo para no perder otra vez el conocimiento.- No puedes seguir así, me dijeron mis compañeros.El camino lo habíamos planificado sin concesiones a la escucha o al disfrute. Eso quedaba postergado para las tardes, una vez comidos y duchados.Y en modo alguno hubo ni hay transcurridos los años crítica respecto de este planteamiento. Lo cierto es que de haber sabido lo que esto implicaba probablemente mi compromiso hubiese sido otro.En Sahagún el Camino de Madrid se une al tradicional francés y los peregrinos comienzan a contarse por cientos, frente a los apenas cinco o seis con los que nos cruzamos en las etapas previas.Los siguientes días discurrieron sin mayores dificultades hasta llegar a O’ Cebreiro, cuyo ascenso se nos hizo eterno.En Cebreiro encontré a Jesús, un peregrino sin hogar que llevaba doce años sin abandonar el camino. Era un hombre joven enganchado a las drogas. Tenía la mirada triste y su presencia trasmitía la imagen de un Cristo de rostro doliente y sin rencor.El último de los sustos lo viví llegando a Arzúa. Los miedos me habían ganado la partida en la mañana. Hacía mucho calor. Mi corazón acelerado me provocó una arritmia y esta me hizo caer al suelo. Uno de mis compañeros corrió hacia mí; me levantó, tomó mi mochila e izó:- Venga, quedan menos de cuatrocientos metros para el hostal, dijo.Al día siguiente llegamos a Santiago. El apóstol nos recibió con abrazo de amigo.Tal vez Compostela sea para los más una meta espiritual a afrontar desde lo deportivo, turístico o religioso. Yo la planteé en búsqueda de paz y sosiego. Creo que al final lo conseguí. Perdí ocho quilos; normalicé la tensión descompensada y desde ese día me convertí en un adicto al camino. Hace apenas unos meses una siquiatra consiguió ralentizarme los miedos. Rememorando la experiencia tras los años transcurridos, soy consciente de haber extraviado dos gafas más en veredas similares. De tiempo atrás esto me lleva a contemplar con ojos de asombro el paisaje del nuevo mundo que encandila el horizonte.
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